lunes, octubre 03, 2005


29.
Estoy pensando en ella mientras bebemos ron y caminamos en dirección a mi casa.
Estamos borrachos y parece que va a anochecer cuando decidimos cruzar la carretera Panamericana.
Luego, cuando Droguerto y yo tanteamos las frecuencias con que vienen los automóviles y los microbuses, en uno de ésos momentos de iluminación, decido no hacerlo.
No vale la pena.
- Son unos cabros... -dice Lili.
Yo no sé muy bien quién es, ni lo que hace aquí, pero es amiga de Droguerto y de Paty, y parece que Miguel también la conoce. Es una chica de pelo negro y nariz puntiaguda.
Ella dice que me conoce, pero yo no me acuerdo y todo resulta muy confuso.
- El puente Primavera está a cuadra y media -le digo.
- Hay excusas para todo, lo sabes -responde.
La neblina hace que el sol se vuelva a ocultar.
Salió un par de horas, por la tarde, y ahora se vuelve a ocultar.
No quiero hacerlo, pero sigo pensando en ella. Más tarde, cuando se hace de noche y bebemos botellas de Punto G en el parque César Vallejo, todavía a oscuras, ella me pregunta:
- ¿Tú vives por acá?
Mientras me sirve en un vasito plástico un chorro de Punto G.
- Sí -sostengo el vaso con una mano y me lo bebo rápido, de un solo sorbo.
- ¿Conoces a un Gustavo Petrovich?
- ¿Gustavo qué...?
- Petrovich. Vive por allá... -señala un árbol y una calle.
- No. -Más tarde me doy cuenta de que Lili es simpática y tiene un aspecto algo hindú.
Seguimos bebiendo Punto G hasta que pierdo el hilo conductor de las cosas y me quedo a un lado, sin decir nada, que es lo mismo a quedarte callado.
Dejo de pensar un rato y miro fijamente a Lili. Ella, como todas las mujeres que sí valen la pena, a simple vista no resulta impactante. Una vez que ordeno mis ideas y me fijo una meta, cuando recupero el hilo conductor de las cosas y empiezo a actuar de manera más o menos normal, me doy cuenta de que están hablando de heroína, morfina, ketalar, y luego de varios vendedores que conocen y que tienen quizá la mejor cocaína de Lima. Entonces Lili me sirve más Punto G en mi vasito de plástico y continuamos conversando.
Las luces del parque se prenden de un momento a otro y nos dejan al descubierto. Un par de reflectores iluminan la pileta y la estatua de César Vallejo. A lo lejos, la luz prendida de uno de los edificios residenciales que hay alrededor del parque hacen que me acuerde de un verano, cuando unas chicas paradas en aquel balcón de vidrios oscuros le gritaban a un heladero que estaba estacionado en una esquina.
Era un día soleado de febrero. El cielo estaba azul.
Ahora vuelvo y estoy pensando en ella, sentado con mis amigos y bebiendo Punto G en el parque. Estoy pensando en que, definitivamente, quiero acostarme con Lili.
Pero en cuanto ella voltea y me mira ya he cambiado por completo de opinión.